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Lo que me queda de Inés

El día que Inés murió corrí con el cuerpo aún tibio al laboratorio del Augusto.  Cuando me vio se puso pálido de terror. No quería hacerlo, pero no tenía alternativas. Yo sabía de sus investigaciones, de sus pruebas clandestinas con animalitos que quedaban inevitablemente huérfanos.

Augusto buscaba avances en el campo de la medicina y fuimos blanco fácil. El día que lo conocimos estábamos cansados de intentar ser padres.

Inés había pasado por prolongados tratamientos de fertilización: hormonas, análisis, pinchazos y  punciones. Diez años peregrinando por instituciones médicas, curas sanadores, psicólogos y videntes.

Pero Augusto nos prometió que en seis meses como máximo, tendríamos el embarazo buscado. Era nuestra última posibilidad y accedimos ciegos de desesperación.

Todo parecía derrumbarse con la muerte de Inés, aunque quedaba una luz de esperanza.
Su cara de terror cambió con mis gritos: Augusto ¡se va! ¡Se apaga su vida! Tenés que hacerlo, por favor.

Me pidió que espere afuera y se puso a trabajar durante seis horas. Cuando me llamó estaba feliz. La salvamos, me dijo.


Por la puerta entre abierta pude ver a mi hija en una esfera de cristal.  Se chupaba el dedo y nadaba suavemente. Estaba viva. 

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