Enjaulada
Trabajo en una jaula de cristal climatizada, iluminada y alfombrada. Acá adentro todo es blanco excepto las sillas y las compus que son negras. A los colores y a la calidez los debemos poner las personas (si queremos, es opcional), pero no tenemos permitido dejar rastros, nada de fotos en nuestros paneles, ni demasiados adornos que le saquen a esta oficina su look impersonal, pulcro y minimalista.
Acá no crecen los sueños ni las plantas y la creatividad es un hecho escatológico. De a poco uno se mimetiza con el entorno, y las ideas empiezan a tener pocos colores.
Los buenos modales lo impregnan todo. Hordas de hombres encamisados y aparentemente asexuados viajan en ascensores de metal, dejándonos a las damas entrar o subir primero. Aquí se huele una realidad inversa a la calle, del bocinazo y la puteada.
Puedo ver la ciudad y a la gente que pasea a sus perros en la costanera. En ocasiones veo diminutos puntitos en el horizonte montañoso. Son paracaidistas. Eso dicen todos acá, yo insisto en que son ovnis… como para ponerle un poco de suspenso barato al momento.
La oficina es casi una cuadra de puestos de trabajo. Los paneles que nos separan entre compañeros tienen una altura suficiente como para alcanzar a ver sus ojos vidriosos. Varias cámaras silenciosas registran lo que pasa en todo momento. Es por nuestra seguridad, nos dicen. Sin embargo, observo varias fallas en materia de seguridad. Las puertas que salen al palier en donde están los ascensores se abren hacia adentro y no hay escaleras de emergencia. Una vez sonó la alarma de incendio y tuvimos que evacuar el edificio. Por suerte todos estábamos en calma, convencidos de que se trataba de un simulacro. Pero alguien había dejado demasiado tiempo un pan en el microondas, lo que hizo saltar la alarma. En las escaleras se sentía el olor a tostada.
Los baños respetan la misma estética conservadora. La luz de los mismos se enciende cuando uno ingresa y se apaga si no registra movimiento después de unos minutos. Después uno tiene que limpiarse solo y tirar la cadena.
La cocina está totalmente equipada como para satisfacer a cualquier trabajador. Tiene microondas, una heladera, un dispenser de agua fría/caliente y una máquina de café en la que se pueden seleccionar varias opciones.
A veces pienso que tengo suerte, porque tengo trabajo. Otras veces querría salir volando y arrancarme este traje deslucido de oficinista. Al llegar la hora de irme me lo saco y lo dejo en un lugar ventilado. Algunos se lo llevan a su casa pero prefiero dejarlo acá o en la lavandería. Tengo miedo de que esté contaminado, me niego a oficinalizar el resto de mi vida.
Acá no crecen los sueños ni las plantas y la creatividad es un hecho escatológico. De a poco uno se mimetiza con el entorno, y las ideas empiezan a tener pocos colores.
Los buenos modales lo impregnan todo. Hordas de hombres encamisados y aparentemente asexuados viajan en ascensores de metal, dejándonos a las damas entrar o subir primero. Aquí se huele una realidad inversa a la calle, del bocinazo y la puteada.
Puedo ver la ciudad y a la gente que pasea a sus perros en la costanera. En ocasiones veo diminutos puntitos en el horizonte montañoso. Son paracaidistas. Eso dicen todos acá, yo insisto en que son ovnis… como para ponerle un poco de suspenso barato al momento.
La oficina es casi una cuadra de puestos de trabajo. Los paneles que nos separan entre compañeros tienen una altura suficiente como para alcanzar a ver sus ojos vidriosos. Varias cámaras silenciosas registran lo que pasa en todo momento. Es por nuestra seguridad, nos dicen. Sin embargo, observo varias fallas en materia de seguridad. Las puertas que salen al palier en donde están los ascensores se abren hacia adentro y no hay escaleras de emergencia. Una vez sonó la alarma de incendio y tuvimos que evacuar el edificio. Por suerte todos estábamos en calma, convencidos de que se trataba de un simulacro. Pero alguien había dejado demasiado tiempo un pan en el microondas, lo que hizo saltar la alarma. En las escaleras se sentía el olor a tostada.
Los baños respetan la misma estética conservadora. La luz de los mismos se enciende cuando uno ingresa y se apaga si no registra movimiento después de unos minutos. Después uno tiene que limpiarse solo y tirar la cadena.
La cocina está totalmente equipada como para satisfacer a cualquier trabajador. Tiene microondas, una heladera, un dispenser de agua fría/caliente y una máquina de café en la que se pueden seleccionar varias opciones.
A veces pienso que tengo suerte, porque tengo trabajo. Otras veces querría salir volando y arrancarme este traje deslucido de oficinista. Al llegar la hora de irme me lo saco y lo dejo en un lugar ventilado. Algunos se lo llevan a su casa pero prefiero dejarlo acá o en la lavandería. Tengo miedo de que esté contaminado, me niego a oficinalizar el resto de mi vida.
Comentarios
Tu relato me hizo acordar a un chiste de Quino en donde el padre de Mafalda esta en la playa conversando con un desconocido y luego de que este ultimo le cuente que es MEDICO (asi en mayusculas y todo importante) el le contesta que es un "gris oficinista".
Es cierto lo que decis, en la oficina le escapamos al sol, dice una cancion... lo importante es no perder el color, donde sea! avanti!!
Muchas gracias por tu comentario ¡avanti entonces!